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Revolución Industrial
La Revolución Industrial cambió radicalmente la estructura social, impulsando la migración del campo a las ciudades. Con el auge de los talleres industriales, las oportunidades laborales se concentraron en los centros urbanos, llevando a muchas personas a abandonar la agricultura para integrarse a la naciente industria.
En los inicios de la Revolución Industrial, los propietarios de los talleres ejercían un control absoluto sobre sus negocios. Desde la contratación de trabajadores hasta la adquisición de materias primas, todas las decisiones respondían a un único objetivo: aumentar las utilidades. Poco importaban las condiciones de vida de los empleados o el impacto en la comunidad. Esta era una visión estrecha, centrada exclusivamente en la utilidad, que ignoraba por completo las implicaciones sociales y ambientales del quehacer industrial.
Los propietarios imponían sus condiciones porque los trabajadores no tenían alternativas. Sin programas de seguridad social ni otras fuentes de ingreso, el empleo en una fábrica era su única opción para subsistir. Además, la escasa instrucción y la falta de oportunidades dentro de los talleres limitaban su desarrollo personal y profesional.
En tal contexto, los empleados aceptaban bajos salarios sin grandes expectativas de mejora. No existían posibilidades de ascenso, ni poder de negociación, pues los empleadores podían reemplazar fácilmente a cualquier trabajador. Las tareas requerían poca capacitación, y la migración sumada al crecimiento demográfico había saturado el mercado laboral. La abundante oferta de mano de obra debilitaba la situación de los empleados, quienes eran descartados sin miramientos si el propietario los consideraba innecesarios o problemáticos.
El trabajador no era visto como una persona con derechos o aspiraciones, sino como una pieza del sistema productivo. Esta visión deshumanizada y mecanicista reducía su valor al de una parte más, prescindible y fácilmente reemplazable.

Sociedades anónimas
Con el tiempo, el sistema social, económico y político evolucionó, y las empresas enfrentaron nuevos desafíos, el más importante consistía en aprovechar las oportunidades de crecimiento, lo que exigía recursos financieros que los propietarios no podían aportar por sí solos.
Ante esta necesidad, muchos empresarios optaron por compartir la propiedad con inversionistas, dando origen a las sociedades anónimas. A través de la emisión de acciones, las empresas lograron recaudar grandes sumas de capital, impulsando su crecimiento.
A medida que las empresas crecían, los propietarios delegaron la gestión en gerentes, quienes asumieron el papel de intermediarios entre los empresarios y los trabajadores. Su labor consistía en tomar decisiones alineadas con los intereses de los accionistas y las expectativas de rentabilidad, para luego implementarlas dentro de la organización.
Este cambio introdujo nuevas dinámicas de poder. La toma de decisiones ya no dependía únicamente de los dueños, sino que pasaba por una estructura jerárquica más compleja, redefiniendo las relaciones laborales y la distribución de poder dentro de las empresas.
Especialización y derechos laborales
Con el avance del siglo XX, el entorno laboral se volvió más complejo, lo que impulsó la necesidad de una fuerza de trabajo con más especialización y habilidades técnicas. En respuesta, los empleados adquirieron más educación y formación, las empresas se beneficiaron de una plantilla más capacitada y competente. La productividad y la calidad de los productos y servicios mejoraron.
Los sindicatos proporcionaron a los trabajadores una mayor capacidad de negociación, obteniendo condiciones laborales más justas. Lograron asegurar mejores salarios, entornos de trabajo más seguros y otros beneficios. Esta nueva dinámica mejoró el equilibrio de la relación entre empleados y empleadores.
Con la aparición de la seguridad social, los trabajadores obtuvieron acceso a atención médica, pensiones y apoyo en caso de enfermedad o jubilación, lo que mejoró su calidad de vida y les brindó mayor estabilidad y protección ante imprevistos.
La creciente especialización en el trabajo transformó la relación entre empleados y empleadores. A medida que las tareas requerían mayores conocimientos y habilidades específicas, los trabajadores se volvieron más valiosos y difíciles de reemplazar. Se reconoció la contribución única de los trabajadores.
Imaginemos una planta de producción, donde los empleados realizaban tareas repetitivas y podían ser sustituidos sin dificultad. No obstante, con el tiempo, la evolución tecnológica exigió que adquirieran conocimientos en electrónica y mantenimiento de maquinaria. La especialización fortaleció su posición en el mercado laboral y mejoró sus condiciones de vida al brindarles acceso a mejores salarios y más oportunidades de trabajo.
Un modelo centrado en la especialización y los derechos laborales sustituyó al enfoque mecanicista y deshumanizado.
Desarrollo personal, responsabilidad social y sostenibilidad
Las empresas siguieron creciendo y se les comenzó a visualizar como corporaciones, con la finalidad de sobrevivir. La utilidad dejó de ser la única razón de ser, no obstante se le considera necesaria para la sobrevivencia. Los trabajadores se consideraron como la unidad irreductible de la organización, como células, pequeñas partes que formaban el todo, su papel se consideró fundamental para el buen funcionamiento de la organización.
La salud y seguridad de los empleados se convirtió en un asunto central, lo que impulsó la creación de leyes laborales y contratos colectivos para proteger sus derechos e integridad. Los trabajadores eran vistos como elementos valiosos para la salud general de la organización.
Por otro lado, el entorno en el que operaba la empresa era visto como una fuente de recursos, un sistema abierto que aportaba materias primas, energía y otros recursos necesarios para la empresa, mientras que también servía como receptor de los desechos generados por la misma. La interacción entre la empresa y el entorno cobraba importancia, pero aún sin un enfoque claro en la sostenibilidad. El concepto de cuidar y respetar el ambiente todavía no estaba integrado en las prácticas empresariales.
La gestión de los recursos humanos y la relación con el entorno adquirían cada vez más importancia.
Tras la Segunda Guerra Mundial, surgió una nueva generación de trabajadores con mayores oportunidades para acceder a la educación superior y disfrutar de una protección social más robusta que la de sus predecesores. Tal contexto ofreció más posibilidades de desarrollo personal, derechos y protección. Los empleados buscaban un empleo, pero también un entorno laboral que les proporcionara satisfacción personal y profesional.
La administración pública, los grupos ecologistas y los defensores de los consumidores comenzaron a exigir a las empresas un comportamiento más responsable, demandando que se preocuparan por el impacto social y ambiental de sus actividades. De este modo, la sostenibilidad y la ética en los negocios cobraron mayor relevancia, lo que llevó a las empresas a adoptar prácticas alineadas con tales propósitos.
Por su parte, los trabajadores querían empleos más desafiantes, donde pudieran desarrollar sus habilidades y sentirse realizados con su labor. El desarrollo personal pasó a ser una exigencia. Los empleados buscaban un propósito, un significado y la oportunidad de crecer tanto profesional como personalmente.
Se reconocieron como fundamentales la ética empresarial, la satisfacción laboral y la responsabilidad hacia el entorno.
La empresa se concibió como un sistema social, parte de una sociedad más amplia. Se comprendió que las empresas debían considerar los intereses de todas las partes involucradas, que las personas dentro de la organización tienen metas, necesidades y aspiraciones propias. En consecuencia, las empresas buscaron formas de satisfacer las necesidades y deseos de todos los grupos de interés: empleados, clientes, proveedores, accionistas, medio ambiente, entre otros.
La utilidad, el crecimiento y la sobrevivencia se convirtieron en medios para generar valor para todas las partes interesadas, pues debían estar alineados para beneficiar a todos los involucrados.
El desarrollo se consolidó como la principal finalidad de la empresa. Las empresas reconocen que sus empleados tienen aspiraciones personales, que la sociedad espera un comportamiento responsable de su parte, y que los accionistas también se benefician de las prácticas éticas y sostenibles.
Si la razón de ser de la empresa es desarrollarse, debe ofrecer oportunidades a sus empleados, asegurarse de que sus prácticas no perjudiquen al medio ambiente y contribuir al bienestar social, entre otros aspectos. Los empleados aportan su talento y esfuerzo, haciendo posible el crecimiento y desarrollo de la empresa.
Las empresas crean y distribuyen riqueza. Al producir productos y servicios, crean empleo, lo cual es esencial para la estabilidad económica y social. En consecuencia, la creación de empleos es una de las responsabilidades sociales más importantes de las empresas, pues así contribuyen al bienestar social.
Las empresas también son un agente de desarrollo social, pues atienden los intereses de todos sus participantes: empleados, accionistas, clientes, proveedores y la sociedad en general. Equilibran la rentabilidad con el bienestar social. De no ser así, no conseguirán sobrevivir ni crecer. Las empresas que no adopten una estrategia socialmente responsable acabarán perdiendo relevancia y competitividad.
Si la empresa es un sistema social, su éxito dependerá del desarrollo de todos quienes la conforman, así como de las interacciones con su entorno.
Sobre la razón de ser de las empresas:
- ¿Cuál es la razón de ser de las empresas?
- La razón de ser de las empresas: historia
- La razón de ser de las empresas: la declaración de misión